Reflexiones en torno a la noción de comunidad

Hablar de comunidad es analizar la forma, sus personas, las formas de interacción social, así como las interpretaciones sobre diferentes eventos que se constituyen con el paso del tiempo. Pero también existe violencia, una violencia que aparece desde el hogar, los estilos de crianza, la interacción entre los integrantes, el desarrollo de afrontamientos positivos o…
Hablar de nuestros lugares de residencia siempre encuentran dilemas que hay que sortear. En su comprensión y la forma en cómo se estructuran diversos elementos con los que se construyen formas de interacción cambiantes y que, bajo esas premisas forman rasgos elementales que definirán las relaciones, a las personas en su individualidad y, en la forma en que la dinámica de esos grupos establecerá patrones y costumbres de interacción permanentes.
Podemos encontrar que en el flujo de una territorialidad específica se encuentran elementos tan distintos y complejos que es difícil encontrar una explicación general para los procesos de convivencia entre los individuos. No quiere decir que entre esas dinámicas de grupos no existan similitudes, pero su contexto psicosociohistórico permean en su conjunto y los definen de forma no homogénea (Herazo, 2019) llevando a pensar en su dinámica flexible y la forma cambiante en que se articulan esas relaciones. Claro está, nos referimos al concepto de comunidad.
Este concepto encuentra dentro de las áreas sociales un sinnúmero de explicaciones diversas a partir de su visualización de trabajo, tratando de definir el lugar, la forma de interacción y el grado de complejidad en el cual se encuentran y forman partes de intrigas y acuerdos, de dificultades y convivencias. Desde la psicología comunitaria, los aportes en la comprensión del concepto ha traído consigo diferentes elementos que se expresan y se relacionan a partir de las características de la realidad social latinoamericana en que se desarrollan, sean estos desde lugares urbanos (Wiesenfeld, 2019, como se citó en Herazo y Moreno, 2019), desde grupos originarios (Herazo, 2015) partiendo en elementos que lo integran como el sentido de pertenencia (McMillan y Chavis, 1986 ) proximidad física (Tönnies, 1979), sentido de comunidad (Sarason, 1974), memoria colectiva (Bejarano, 2019, como se citó en Herazo y Moreno, 2019), convivencia (Arango, 2006) sentido psicosociohistórico (Herazo, 2019), identidad social (Távara, 2012), participación ciudadana y potenciación (Maya, 2004) que han facilitado su comprensión y ahondar en la problematización sobre a qué y desde dónde hablamos acerca de comunidad.
Para poder expresar esto en una forma relativamente simple, aunque no por eso encuentra dificultades en su reflexión cotidiana, podemos partir desde el concepto de comunidad que nos otorga Maritza Montero sobre comunidad, refiriéndose como
Un grupo en constante transformación y evolución (su tamaño puede variar), que en su interrelación genera un sentido de pertenencia e identidad social, tomando sus integrantes conciencia de sí como grupo, y fortaleciéndose como unidad y potencialidad sociales.
Montero, 2004
Teniendo este elemento conceptualizador de comunidad podemos comprender que ese lugar en el cual habitamos y habituamos todos sus elementos con relativa funcionalidad y disfuncionalidad son los que caracterizan el espacio sociodemográfico en el cual habitamos y existimos en interconectividad con el espectro nóstrico (Lenkersdorf, 2011). Repensar en una comunidad nos obliga a problematizar la idea romantizada de un espacio sobre una comunidad hedónica, abierta a la posibilidad casi neurótica de la nulidad de conflicto y, mediante la cual la convivencia es un modo identificable de generar armonía general y de acuerdos positivos son y serán benéficos para todos. Esa construcción ideológica ha conllevado a la estructuración de instituciones sociales que armonizan el conflicto con la obtención de ganancias propias, dejando al olvido las necesidades de una comunidad.
Es más, la idea de pensar en la comunidad como un actor que vive, come, interactúa pero en cuanto a las decisiones de desarrollo comunitario solo lo colocan como un agente pasivo y determinista que recibe instrucciones, prebendas, despensas y con eso ha generado un sentido de comunidad es peligrosa, por no decir que atenta contra la vida comunitaria, especificando al individuo como un ente individual de acciones en donde la construcción comunitaria se encuentra alejada y no es tan importante como la estructura ideológica predominante por las relaciones de poder preponderadas en la política institucional.
Hoy, las comunidades en nuestro país siguen sufriendo de estos elementos anteriormente expuestos con las cuales alcanzan un hálito de exposición y en donde se encuentran factores de riesgo como la violencia comunitaria en su forma de agresiones interpersonales, asaltos, consumo de sustancias tóxicas, violencia de género, incremento de delincuencia que fisuran el sentido de comunidad mediante el cual, la naturalización de la violencia comunitaria permea en las capas intra e interpersonales, generando que en los diversos campos de acción de los individuos se reproduzcan el mismo contenido de factores de riesgo y la reproducción de otros tipos de violencia como la instrumental.
El sentido de comunidad al estar expuesto ante esas circunstancias y la ruptura de las interacciones sociales entre los individuos genera factores de riesgo para las relaciones de conveniencia y el juego político institucionalizado con una mira de dominación hacia los amplios sectores de la comunidad. Esto hace que el sentido de comunidad pese a los conflictos y la oportunidad de cuidad el sentido psicológico de la comunidad (Sarason, 1974) se encuentren frente a la disyuntiva de desaparecer y construir nuevas instancias a partir de su aprendizaje coercitivo con el objetivo de su establecimiento y permanencia social.
En ese sentido, su fractura es mucho más compleja y complicada en la reestructuración de la interacción con la otredad, a la cual se ve como peligrosa y que, mediante estrategias sociocognitivas se emplean elementos de afrontamiento (Gibbs et al., 1995) con la inferencia de que se genera un bienestar hacia la comunidad a partir de la generación de conductas agresivas visibilizando la otredad, el otro y su cosmovisión del mundo en general, conduciendo hacia elementos personalizados de una estética de convivir mediante los parámetros que no necesariamente son compartidos por todos pero mantenidos “por el bien común” (Gibbs et al., 1995).
En “Establecidos y Marginados” Norbert Elias (2016) hace referencia a que los grupos marginados se encuentran fuera de toda lógica de los grupos, se encuentran en una especie de calidad de parias donde su continuidad depende de mantener su idea fuera de los propósitos de los establecidos que mantienen una construcción e identidad permanente sea por clase social, género, etc. De esa manera los grupos marginados se encuentran dentro de la función dispersiva de la comunidad, permeando así el sentido de pertenencia que podría ubicarlos en la referencia de construir un proyecto comunitario y, como un elemento fundamental, que tienen un menor valor humano (Elías y Scotson, 2016) lo que permiten caer en la categorización de mejores elementos al tratarse en relación con la humanidad: más nobles, con mejor rango social y de alta estima entre los individuos. Las líneas entre establecidos y marginados siempre son claras en tanto los primeros establecen las normativas de convivencia y de desarrollo por méritos de nepotismo, de políticas coercitivas y manipuladoras o por el desarrollo de cacicazgos como medidas de gobierno que aún se mantienen a lo largo y ancho del país.
Los marginados así pueden visualizarse como todos aquellos fuera de las normas, de su comprensión y lógica que sólo abundan en el territorios en tanto construcción de un objeto por parte de los establecidos y que dañan permanentemente la vida ética y estética de una comunidad, son así excluidos y estigmatizados de la vida comunitaria. Bajo este esquema entonces pueden comprenderse que el grupo de los establecidos como la minoría anómica, (Elías y Scotson, 2016) es decir, las características “malas” de los marginados, dado que el grupo de establecidos se concreta a partir un moldeamiento de características nómicas o normativas que los hace mejores sobre los demás, generando la dicotomía que establece los supuestos organizacionales en un proyecto comunitario.
De tal suerte que el rastro sobre el grupo de los marginados se establece con el miedo a la contaminación (Elías y Scotson, 2016) lo lleva hacia la infección anómica a los establecidos, mediante lo cual es mejor apartarse, excluirlo del contexto grupal, de la toma de decisiones, generando grupos cerrados que respondan a lo nómico, dejando la idea a los marginados que es vergonzoso no formar parte de su grupo ante las normas superiores del grupo.
En ella, innumerables ejemplos podemos encontrar dentro de la interacción comunitaria: adultos mayores que son rezagados de la vida económica, social y familiar por sus limitaciones psicosociales en el desarrollo de su edad evolutiva, así como conductas agresivas interpersonales por parte de los demás integrantes de la comunidad; mujeres en situación de violencia intrafamiliar quienes viven con amenazas permanentes por parte de su pareja y que encuentran el gran enemigo de la invisibilidad al interior de sus hogares y la ausencia de un respaldo comunitario; niños y adolescentes que a partir de las características de crianza desarrollan factores de riesgos que los acercan hacia la integración de grupos delictivos y forman parte de la inseguridad; comerciantes que ven su actividad mermada por cuestiones de inseguridad e impide un crecimiento y desarrollo formal en la estructura interna económica de la comunidad; agresiones sexuales, en la gran mayoría, hacia mujeres por parte de integrantes de la familia, así como de vecinos o conocidos que destruyen la seguridad, identidad, además del desarrollo de factores implicados en depresión y ansiedad (Gaxiola-Romero y Frías-Armenta, 2012); desapariciones y feminicidios que colocan a las poblaciones jóvenes de mujeres y hombres en situación de alta vulnerabilidad, entre otros grupos vulnerables.

Pero también se encuentran esos otros seres vivos, que forman parte de la territorialidad comunitaria y cuya existencia también forma parte de los enclaves que permiten identificar la comunidad. Puede tratarse de animales, especialmente perros y gatos en condiciones de calle, en cuyo caso, las relaciones y dinámicas entre los seres humanos y animales responde hacia procesos migratorios o compensaciones psicosociales afectivas relacionadas hacia el maltrato animal, mediante el cual resultan en el abandono como consecuencia de problemas intrafamiliares, específicamente en cuestiones de género (Caravaca-Llamas y Sáez-Olmos, 2022), muchos de los cuales viven en una situación de gran vulnerabilidad al ser asesinados por integrantes de la comunidad o penalizados sobre la persecución de la perrera cuyo objetivo es la eliminación del problema a partir de la eliminación del animal más por una situación estética, de marginación que por el desarrollo de una propuesta comunitaria, reflexiva, problematizadora y de procesos positivos.
Además, están esos otros seres de hojas y ramas que, mediante las condiciones políticas y culturales han sido analizados mediante la lógica del estorbo o como actos de progreso profiriendo la tala de árboles y con esto, mediante un plan expansionista del sistema inmobiliario se han recortado grandes zonas forestales que cumplían su función de protección ante inundaciones, absorción del dióxido de carbono del aire favoreciendo al medio ambiente, pasan a ser adornos decorativos que contribuyen a la estética del suelo y de las visiones del emprendedurismo para poder obtener ganancias más exclusivas a partir de la vista de los espacios verdes.
Es así como se desarrollan los enterradores de las comunidades: integrantes de la misma comunidad que, a partir de una necesidad específica en un momento determinado se han relacionado con las políticas institucionalistas mediante los partidos políticos que han otorgado la condición de “voceros” para obtener beneficios colectivos, pero también propios y que, al paso del tiempo los segundos se vuelven preponderantes utilizando a la colectividad para direccionar sus formas de construcción y generar una dominación pasiva permanente e invisibilizada en medio de la comunidad que responde a estrategias de afrontamiento pasivas y de sesgos de empatía para también obtener una retribución propia en tanto se avalen las decisiones de esos voceros y se pierdan en ello el sentido de pertenencia de la comunidad y marginada funcionalmente la memoria colectiva.
Esas visiones altruistas o de referencia partidarias, remueven el sentido de pertenencia de los individuos de las comunidad, fortaleciendo la individualización como el elemento de identificación y de desarrollo, en donde lo importante es alcanzar objetivos de forma individualizada, egoísta que no necesariamente involucran la relación con la comunidad, de tal forma que el desprendimiento de la misma, conlleva a una ruptura con el sentido de comunidad, ya que aleja la membresía de los miembros preponderando un proyecto menos ambicioso y con menos elementos de identidad social (Távara, 2012).
De esa manera, también se encuentran otros procesos como los relacionados con la memoria colectiva. Esta memoria colectiva hace relación sobre los principios de desarrollo a través de los procesos de intersubjetividad con los cuales se estructuran respuestas y aprendizajes a través de las formas y modos en los cuales la identidad (Halbwachs, 1950) y pertenencia, así como valores y cosmovisiones se encuentran al interior de una comunidad a partir de apropiarse del conocimiento del pasado social de un grupo (Manero y Soto, 2005). Esa memoria colectiva contiene una identificación también con el individuo y la territorialidad en la cual se enmarca su presencia, teniendo de esa forma que la relación se desarrolla en elementos establecidos a partir de la territorialidad y su transmisión de conocimiento sobre lo que se ha conseguido, se mantiene y pasa intergeneracionalmente entre las comunidades (Herazo, 2018). A mayor tiempo de vida de las comunidades, la territorialidad juega un papel fundamental.
Construir comunidad no puede depender de la idea de una sola persona: existen principios, ideologías, valores subjetivos que construyen una identidad personal, pero no lo suficiente como establecer los patrones que conducirán a una comunidad. De ahí que todo proceso comunitario tenga una interdependencia en la relación del sentido de comunidad, la participación ciudadana y la potenciación (Maya, 2004) de las herramientas de los individuos para construir comunidad. Estos elementos permiten demarcar los conflictos y atenuarlos en la medida en que se desarrolla un trabajo específico que permite un afrontamiento asertivo por parte de la comunidad y no del trabajo individualizado.
Uno de los principales problemas en que se encuentran inmersas las comunidades se refiere a los tipos de violencia en su interior (De la Fuente y Álvarez, 2022). A partir de ahí, su identificación se vuelve fundamentales para poder comprender con mayor exactitud la presencia de conductas agresivas. De forma general, a partir de los estilos de crianza, se presentan elementos de maltrato infantil, violencia intrafamiliar que terminan por generar en el niño conductas disruptivas sobre la comprensión del afrontamiento hacia el ambiente y su hostilidad permanente. De tal manera que la socialización, las formas de corregir en el hogar, están implícitamente relacionadas con la reproducción de conductas agresivas (Patterson, Dishion y Bank, 1984) por las formas rígidas y contradictorias de los padres por generar un respeto hacia las normas y las figuras de autoridad o, por el contrario una ausencia de ocupación y abandono físico y psicológico hacia los niños teniendo las mismas graves consecuencias, generando disfuncionalidades en las habilidades sociales y conductas agresivas en la interacción social (Patterson, 1982).
Esas conductas agresivas además encuentran fundamentación dentro de las distorsiones cognitivas auto-sirvientes (DCA) que pueden definirse como errores del procesamiento de la información (Gibbs et al., 1995) y cuyo objetivo es proteger de una imagen negativa al agresor, neutralizar la culpa y minimizar los aspectos afectivos a partir del uso de las conductas agresivas utilizadas con el autoconcepto del agresor de “un beneficio a la comunidad”. Esas distorsiones se forman dentro de los preceptos de maltrato infantil, generando sesgos sobre las situaciones individuales y se desplazan hacia la colectividad en tanto la integración de ideologías, reglas personales e interacción social en diferente entornos, de tal manera que se perciben elementos agresión interpersonal como groserías, insultos, agresiones físicas, manipulación de las personas, visibilidad intencional hacia personas vulnerables, desplazamiento de los canales de comunicación humana, etc., con el objetivo de poder “anticiparse” a que suceda lo peor como es visualizar la otredad como amenazante y que se burle del agresor, generando en esas DCA la justificación necesaria en la aplicación de conductas agresivas que terminan por romper la membresía de los individuos, además que los canales de comunicación se vuelven obsoletos y de esa manera generan que el lenguaje que fuera social, se vuelva individual encontrar una incoherencia en la vía de comunicación al interior de la comunidad. Esto termina por cambiar los elementos de socialización (Ybarra, Orozco, Gurrola y Romero, 2019) en torno a la comunidad, encontrando un aislamiento o la inclusión sobre otras comunidades y grupos como una vía de pertenencia, lo cual habitúa al desplazamiento de las necesidades emergentes en una comunidad ante la posibilidad de poder salir lastimado o evitar la confrontación de las conductas agresivas de los demás.
Añadiendo a estos elementos, también se compromete el sentido emocional con los integrantes de la comunidad, las conductas agresivas generan un desplazamiento y frustración, haciendo que los individuos opten por un distanciamiento, no hay una concreción de eventos de conexión emocional (McMillan y Chavis, 1986) preponderante que puedan llevar hacia la cohesión y dinámica asertiva comunitaria, lo cual implica un proceso de gran tensión al no compartir esos eventos y con ello la ausencia de la construcción de una memoria colectiva que los identifique en tanto grupo respondiendo a una territorialidad determinada. Esto tiene una consecuencia en la identidad social (Tajfel, 1982) sobre la noción de que la membresía no puede ser desarrollada porque la implicación con la comunidad se encuentra ausente dada la violencia comunitaria, las conductas agresivas y la exclusión de la otredad como estilo de afrontamiento negativo, por parte del agresor y replicado por los demás bajo intereses políticos. De tal suerte que nos encontramos ante una aproximación y reflexión importante que puede abonar desde la estructura sociocognitiva hacia las familias, su crianza y estructura en tanto la relación con las distorsiones cognitivas auto-sirvientes que desarrollan conductas agresivas y fragmentan el sentido de comunidad.
Pero dejaremos la discusión de cada variable para otro momento. Por ahora, sigue siendo urgente reflexionar y problematizar en torno a la violencia comunitaria repensando cómo podemos incidir junto con los integrantes de la comunidad para la generación de bienestar, estrategias de desarrollo comunitario plausibles y mejorar la convivencia a partir de las consecuencias por la permeabilidad de la violencia en la sociedad.
REFERENCIAS
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