Despidos Intolerantes al Adiós

Es… como si se apagara el corazón; se percibe una abominable sensación de desesperación, casi nadie la conoce, ni la ha visto, pero saben que cuando aparece es resuelta a dejar una marca. No en pocos momentos son cuando la esperanza se tambalea sobre horizontes de incertidumbre y el sabor a vida se vuelve amargo. Tal vez, porque se dimensiona que un día podría tener personalmente una cita con la muerte.
La dolencia no es, como se espera, imaginativa. Quien siente en carne propia la muerte del ser querido sabe que poco a poco la vida toma otro sentido, uno mayoritariamente menos dramática, aunque no por ello con la ausencia del dolor. Éste nos recuerda que lo que se vivó no solamente era verdadero, sino que contó con los labios de la memoria, los grandes recuerdos que marcaron la inmortalidad de ese ser querido. Curiosa sensación; cuando vivos, se vive complejamente los unos a los otros, en la muerte se quiere salvar para saberse vivo, pero sobretodo saberse menos maldito. Menos maldito del dolor, menos maldito de la vida, menos maldito de la ausencia, menos maldito de lo que no será…
“Prendo un cigarro sin saber necesariamente si lo que plasmo tiene alguna base que el método científico compruebe como verdadera. Sólo los rostros de los que ya no están aparecen y me susurran… No sé a ciencia cierta lo que dicen, pero sospecho: quizás sea una bendición, aunque para un desterrado del templo vaya a usted saber si eso sirve como aval; o será que vienen y dicen: “hasta el rato”; quizás lo observan a uno y le recuerdan por que los olvida, pero no por injusticia, sino por el hábito de la cochina costumbre que se desacostumbra. O simplemente nos ven y sin ver más que al tanteo nos recuerdan que “hasta que uno viva, entonces será plenamente satisfecho de lo que es la muerte. Ni siquiera lo sé. Sólo veo el humo disperso alrededor del recuerdo que se difumina entre cada bocanada. Veo a la abuela en memorias anterógradas y su inalienable sentido de mandar sin tacto, pero con un amor que hacía, olvidáramos todo por un momento, pero también uno recuerda a los otros y a alas otras que se fueron y que lo marcaron. Apenas y recuerdo sus rostros, pero recuerdo sus olores, la fragancia que cubría la suave piel tersa que despabilaba hasta el más distraído. Recuerdos de otra vida de cuando uno crecía, o al menos soñaba que crecía y entre parpado y párpado la memoria que anidaba, comienza el vuelo y su pronunciación de lo prohibido. Porque antes de morir tiene uno que vivir para saber jodidamente que eso duele más que el sueño eterno, acostumbrados pues, al descanso cada tanto cuando los entierros se presentan con su intempestuosa y francamente desesperante, solemnidad…
Me levanto por un café que sirve de pretexto para olvidar, si es que se puede, la comezón del pasado. Asomo la cara por la ventana y se alcanzan a vislumbrar una noche frágil, estrellada por las estrellas que danzan unas y otras. A lo lejos, lo que parecería un par de lechuzas hacen acto de presencia en la estrepitosa noche; al menos unas han emprendido el vuelo en el oscuro silencio. Un sonido intranquiliza la noche: el sonido de un par de disparos. Nos recuerda que ha sido bajo la ley de sangre y fuego que nuestra realidad se ha formado, en los últimos tiempos de muertos que no tienen memoria, o los han borrado de la memoria. Quizás es la peor de las muertes que han tratado de vender en forma de número, vacíos, de cuerpos inertes que no sienten y respiran por simple respuesta fisiológica.
Se escucha una discusión a la distancia. Sé que viven y eso, en los tiempos donde la modernidad ha automatizado los estilos de vida, hasta discutir es signo de que se tiene sangre, aunque mal circulada por las venas. Ya vendrán cosechas mejores. Los gemidos de una pareja que copulan en la noche mientras la luna les hace el amor los embriaga de la desesperanza y culmina su acto entre sudores y quejidos o quejas, pero con la satisfacción de quien vive y ama, como se aman las cosas que merecen la pena en nuestro tiempo; con pasión. Sea que ese es el juego más pronunciado y tortuoso que existe amar y aprender a morir al mismo tiempo. Porque nada en este mundo chiquito se escapa de la irremediable mujer de negro que llegará un día para aclarar cuentas y tiempos, entretanto, en esa esperar que puede ser tan eterna como las propias arrugas de la muerte, se les va la vida alimentándose unos a los otros. Quizás por eso la muerte es que nunca toma vacaciones; tanta vida vivida o mal vivida y que, sin embargo, nos cuentan lo que los oídos han jurado callar.”
Hay quienes dicen vivir y son los que cuentas historias desgarradoras de cómo un suceso les sucedió de manera trágica y aprendieron a tomar la vida como venía, despreocupados de lo que sucedería, sin querer voltear atrás como si el pasado carcomiera cada nuevo avance hacia un nuevo horizonte. Qué triste es eso; es decir, simular vivir, porque el miedo al final, termina por ser el pulso que detona las acciones de unos y de otros. Pero también están los que no desean morir. Digámoslo más claro, hay quienes sonríen y contagian en su andar. Yo creo que son los más peligrosos. Afirmo esta sentencia en el hecho que nunca sabes cómo son, no tienen rostro, ven con miles de ojos, conocen la dificultad del que vive y de donde se vive. Para ellas, ellos, que carecen de género, lo importante no es el comienzo de la historia sino el cómo contar esa historia. Son las crónicas de las sagas taciturnas que rumean el acto de caminar para saber que se puede realizar lo que se pretende. Son, además en este punto, magos de la noche, porque tienen el don de contar de tal forma que enamoran los corazones y desangran las penas. Son fáciles de reconocer en este sentido; basta verles la mirada para saber que detrás de esos ojos, detrás de esas experiencias que hacen crecer, que hacen vivir, que hacen darse, que hacen disfrutar, detrás de las pupilas que nombran la noches de velo y los desaires amalgamados por el deseo de pertenecer en una era cuando no se pertenece, los que tiene memoria, los que aman el darse, entregarse a la vida, los desahuciados de la indiferencia se acercan y cuando lo hacen nada vuelve a ser igual. Vieron a la muerte a los ojos y se los pudieron arrebatar, por eso es ciega y a ellos no los puede intimidar. No funciona la teatralidad para con ellos. Para los que no desean morir les da igual si es mañana o dentro de un año, la muerte no está excluida de sus planes, siempre le han reservado una silla mientras danzan en el baile de las luciérnagas dando paso a la ritualidad donde toquetean mano a mano para danzar un vals, no saben bailar pero vaya que ríen con locura porque pueden hacerlo, no necesitan razones y no les queda excusa ellos aman vivir porque les da miedo morir, les da miedo morir viejos, impávidos por la vida que se fue y no regresará, les da miedo ante la ausencia del riesgo, de la caducidad del libre albedrío que termina por ser un golpe mortífero ante las nuevas experiencias y el frío, rígido cálculo de lo que se conoce es lo que existe… Les da miedo despedirse porque aprendieron que es bastante difícil, sesga los pensamientos creando heridas en el corazón difíciles de sanar. Para ellos las despedidas son el eterno letargo de quien pretende guardar en el baúl a los recuerdos que lo vieron a uno llorar y reír. Aborrecen los momentos de nostalgia que precede al sentido de añoranza. Se dice que han quemado noches enteras repensando que el despido es la causa vomitiva que crea un trastorno de eterna melancolía por aquello que no se hizo o jamás se respiró.
A ellos, a ellas, los que no tienen género, tampoco tiene patria y tampoco limitaron sus aventuras al placer cercano: se arriesgaron y fracasaron una y otra y otra vez, hasta que pretendieron convertir aquella odisea en juegos olímpicos, porque fracasaban tan estrepitosamente que su caída brillaba con una exquisita delicadeza que los presentes quedaban hipnotizados al ver al cisne negro caer para posteriormente alzar y aprender a dar un vuelo. Sólo así, con esos pininos que marcaron sus etapas de difícil digestión, comprendieron que el verdadero valor radicaba en no voltear, no despedirse, se volvieron intolerantes al adiós. Bastaba un beso en la mejilla, en la frente, un abrazo que contenía las palabras más hermosas en cada extremidad y al juntarse, alcanzaron a encender las estrellas. Para ellos, una mirada, un guiño era el “nos vemos” de quien sabe que probablemente no vuelva y que acepta el hecho y que sabe, no dejará una amargura porque allá, donde vaya, donde otros brazos lo esperen y otro cuento de lágrimas y gestos se haga presente, no tendrán miedo de despedirse, sino tendrán miedo a ser olvidados, por eso han vivido como el que más en una aventura que reiniciaba cada veinticuatro horas y que supieron hacer, sin que nadie les dijera, una memoria allá donde había ojos para escuchar y oídos para ver. En esos lugares, los sin miedo, dicen jamás murieron del todo…